El Secreto de Don Martín: Un Romance en Tiempos de Guerra

Romance 14 to 20 years old 2000 to 5000 words Spanish

Story Content

El viejo Don Pedro, afligido, recorría las frías paredes de su hogar. Las guerras entre Francia y Aragón habían sido pregonadas, y la carga de enviar un hombre al frente pesaba sobre sus hombros encorvados.
-Pregonadas son las guerras de Francia con Aragón -lamentaba-, ¡cómo las haré yo, triste, viejo, cano y pecador! ¡Oh, maldita suerte mía, yo te echo mi maldición: que me diste siete hijas, y no me diste un varón!
En el corazón de la noche, una voz suave, pero firme, resonó desde las sombras. Era Isabel, la menor de las hijas, pero la más decidida.
-No maldigáis a la suerte, padre -dijo Isabel con valentía-, que a la guerra iré por vos. Dadme vuestras armas, vuestro caballo trotón.
Don Pedro, sorprendido por la osadía de su hija, la miró con incredulidad.
-Conoceránte en los ojos, hija, que muy bellos son.
-Yo los bajaré a la tierra cuando pase algún varón -respondió Isabel, con la mirada fija en un futuro incierto.
-Conoceránte en los pies, que muy menuditos son.
-Pondréme las vuestras botas, bien rellenas de algodón.
-Conoceránte en los pechos, que asoman bajo el jubón.
-Yo los apretaré, padre, al par de mi corazón.
-Tienes las manos muy blancas, hija, no son de varón.
-Yo les quitaré los guantes, para que las queme el sol.
Isabel, disfrazada de hombre, con la armadura pesada y el corazón latiendo con fuerza, se despidió de su familia.
Sin embargo, antes de partir, surgió una pregunta inevitable.
-¿Cómo me he de llamar, padre, cómo me he de llamar yo?
-Don Martinos, hija mía, que es como me llamo yo.
Así, Isabel se transformó en Don Martín, un joven valiente dispuesto a luchar por su familia y su tierra.
Dos largos años pasaron, marcados por el sonido de espadas chocando y el polvo del campo de batalla. Don Martín se ganó una reputación de guerrero honorable y habilidoso, pero su verdadero género permaneció oculto para todos, excepto para uno: el príncipe Fernando.
El príncipe, un joven apuesto y valiente, quedó cautivado por la mirada intensa y el coraje indomable de Don Martín. Pero algo en él, en la dulzura velada de sus ojos, le hacía sospechar la verdad.
Un día, tras una escaramuza particularmente intensa, el príncipe confesó a su madre, la reina.
-Herido vengo, mi madre, de amores me muero yo. Los ojos de don Martín son de mujer, de hombre no.
La reina, intrigada, decidió poner a prueba a Don Martín.
-Convídalo tú, mi hijo, a las tiendas a comprar; si don Martín es mujer, corales querrá llevar.
El príncipe, obediente, invitó a Don Martín al mercado. Para su sorpresa, Don Martín se dirigió directamente a la armería, ignorando los coloridos puestos de joyas y telas.
-¡Qué rico puñal es éste para con moros pelear!
De vuelta en el castillo, el príncipe confesó a su madre su creciente desesperación.
-Herido vengo, mi madre, amores me han de matar. Los ojos de don Martín roban el alma al mirar.
La reina, decidida a descubrir la verdad, ideó otra prueba.
-Llevaráslo tú, hijo mío, a la huerta a descansar; si don Martín es mujer, a los almendros irá.
En la huerta, mientras el príncipe intentaba guiar a Don Martín hacia los árboles florecientes, el joven soldado se inclinó para examinar una vara de fresno tirada en el suelo.
-Oh, qué varita de fresno para el caballo arrear!
El príncipe, cada vez más confundido, volvió a su madre.
-Herido vengo, mi madre, amores me han de matar; los ojos de don Martín nunca los puedo olvidar.
Finalmente, la reina propuso la prueba definitiva.
-Convídalo tú, mi hijo, a los baños a nadar; si el caballero no es hombre, se tendrá que acobardar.
En los baños, mientras los soldados se despojaban de sus ropas, Don Martín sintió que su secreto estaba a punto de ser revelado. Presa del pánico, inventó una excusa desesperada.
-Cartas me fueron venidas, cartas de grande pesar, que se halla el conde mi padre enfermo para finar; licencia le pido al rey para irle a visitar.
El rey, preocupado por la salud del conde, le concedió permiso.
-Don Martín, esa licencia no te la quiero negar.
Con el corazón en la garganta, Don Martín ensilló su caballo y escapó a toda velocidad.
-Ensilla el caballo blanco, de un salto se va a montar, por unas vegas arriba corre como un gavilán.
Mientras huía, Don Martín gritó a los cuatro vientos:
-Adiós, adiós, el buen rey, y tu palacio real, que dos años te serví como doncella leal, y otros tantos te sirviera, si no fuera al desnudar.
El príncipe, al escuchar la confesión desde la torre, montó en su caballo y salió en persecución.
-Óyela el hijo del rey de altas torres donde está, revienta siete caballos para poderla alcanzar.
Isabel, con el príncipe pisándole los talones, se acercaba a su hogar.
-¡Corre, corre, hijo del rey, que no me habrás de alcanzar hasta en casa de mi padre, si quieres irme a buscar!... Campanitas de mi iglesia, ya os oigo repicar; puentecito de mi pueblo, ahora te vuelvo a pasar.
Al llegar a su casa, gritó a su padre y a su madre.
-¡Abra las puertas, mi padre, ábralas de par en par! Madre, sáqueme la rueca, que traigo ganas de hilar, que las armas y el caballo bien los supe manejar!
Su madre, llena de alegría, la abrazó con fuerza.
- Abre las puertas, Martinos, y no te pongas a hilar! Ya están aquí tus amores, los que te van a llevar.
Cuando el príncipe llegó, vio a Isabel sentada junto a la rueca, vestida con un sencillo vestido. Su belleza era aún más deslumbrante que la que recordaba.
El príncipe Fernando, sorprendido por la valentía y la belleza de Isabel, le propuso matrimonio, prometiéndole amor eterno y respeto. Y así, la doncella guerrera se convirtió en princesa, uniendo dos reinos y demostrando que el amor puede florecer incluso en los tiempos más oscuros.